jueves, 19 de agosto de 2010

Tiempos de Bummer



Tenía 9 o 10 años cuando entró en nuestras vidas un perrito mezcla de Dálmata y Bull terrier.

Era chato, blanco con una mancha negra grande en el lomo y otra en un ojo tipo pirata y con su típico hocico abultado. Tenía la cola levantada siempre y se notaban sus músculos de las patas cuando andaba por la calle.

Pero en su vida de cachorro un día le dio la Distemper.

Durante la enfermedad de Bummer (así lo llamamos) experimenté varias situaciones en mi familia.

Mi hermano Lalo, asumió la administración de los gastos de la familia, era el que movía el dinero de las ganancias del negocio de mi padre que con mi madre habían viajado a Ayacucho a visitar a su familia y a gozar de unas vacaciones. Era divertido verlo con la responsabilidad a sus cortos 16 a 18 años.

Lo veíamos con gran respeto pero también era el padre perfecto, comprensivo y chévere, muy distinto al viejo.

Durante la enfermedad de Bummer, Lalo comprendió que el dolor que nos causaba ver al perro todo flaco y convaleciente a mi hermana Glory y a mí, era justa la idea de intentar salvarlo, aunque el veterinario nos dijo que era muy difícil de lograrlo.

Le pusimos mucha Fe a nuestro Bummer y los días siguientes lo llevábamos al veterinario a que le inyecten el Dextrosa y otras sales, que ahora me doy cuenta que solo intentaban que el perrito no se muera por deshidratación ni falta de vitaminas.

Su enfermedad era terrible, mi perro estaba muy mal, no podía caminar, y nos miraba llorando. Los días pasaban y no mejoraba.

Un día Lalo se acercó y nos dijo que ya no había plata para Bummer.

Bummer se iba a morir!!!

Recuerdo en un momento emotivo cuando mi hermana y yo estábamos contemplando a Bummer en su lecho de muerte que este nos miraba y empezamos a hablarle y este nos correspondió con unos aullidos medio extraños quebrados agudos e intentó pararse con sus movimientos tembleques casi cayendo. Nos miramos con alegría mientras se nos salían las lágrimas.

Bummer nos había dicho gracias y dijo que lo iba a lograr. Lo habíamos comprendido.

Pasaron los días y Bummer notaba mejoría con sus pasos tembleques.

Durante la noche nos reunimos con mis hermanos mayores y Pepe había comprado "rachi" en la anticuchería de la esquina de la cuadra de los Camellos. Comíamos y Bummer se apareció con un hambre voraz. Nuestra alegría fue inmensa, ver a Bummer con hambre, con ganas de comer y a pesar de su tembladera caminar desesperadamente por comida.

Pepe le compró una porción enterita de "rachi" y Bummer se la devoró al toque.

Los días siguientes ya Bummer había mejorado. Pero se notaba que algo le pasaba…

Durante su primer año fue un perro muy bueno.

De ahí para adelante se convirtió en un marcador.

Su primera víctima fue mi hermana Lulú quien con 3 o 4 años se aproximó a mi perro cuando este estaba comiendo y el la atacó con una certera mordida dejándole de por vida dos marcas en la cara.

Recuerdo el temor de mi hermano Julius, que era más por el hecho de que mis hermanos mayores se amargaran con él por dejarse morder. Eran tiempos de depresión. De valores confundidos. A la inversa lo más probable. Aprendimos a que el que es víctima es el que tiene la culpa. Ahora comprendo que estábamos totalmente errados. Me dolió mucho hacerle caso a Julius, porque compartí su dolor físico y su angustia porque le vallan a pegar después. Aún recuerdo su rostro con lágrimas, angustia, terror, dolor y manchas de sangre. De por vida también llevará la marca de la mordida, aunque más escondida.

Le tocó una vez a mi hermano JDD, que por sacar la pelota del techo que yo tiré mientras jugábamos fulbito en el barrio, se aproximó donde Bummer esperaba que se enfríe su comida para comer desesperadamente; mientras esperábamos afuera preguntándonos porque no sale, le gritábamos desde afuera que lance la pelota. Entré a la casa y vi que mi hermano me miraba con cólera diciéndome: “mira por tu culpa”. Bummer le había mordido el pié. Estuvo sin jugar pelota como un par de semanas.

A mí me tocó una vez que llegaba de casa después del colegio por la tarde.

Encontré a mi perro subido con medio cuerpo en el sillón muy tranquilo. Me acerqué a saludarlo y de pronto se me lanzó rabiosamente a la cara.

Me hizo dos marcas: una cerca al ojo y otra en el cachete. Eran las marcas de sus colmillos. Mi hermano que estaba cerca en vez de reaccionar paternalmente me gritó: “tú tienes la culpa huevón”. Yo tenía como 13 años. Como expliqué arriba, esa era una reacción que habíamos aprendido y la acepté. Tuve que lavarme yo solo toda la sangre del rostro, con mi camisa blanca manchada y llorando de miedo por las dos mordidas: del perro y del hombre.

Hubo otras mordidas más en la familia. No tan graves. Pero mordidas al fin.

Tenía éste un gran rival en el barrio: Muchacho, el perro chusco de mis tíos que era 2 años mayor que él. Siempre supimos que talves éste halla sido su padre.

Algunas veces las peleas entre ellos eran hasta quedar el otro desmayado. Había mucho en juego. Era el orgullo de la familia en esa pelea.

Bummer era una mascota traicionera, pero en él derramamos tantas lágrimas que le perdonamos todo lo que hizo.

Luego tuvo un compañero que le quitó lo presumido. Llegó el “Oso”, nuestro perro Pastor Alemán. Lo condujo a ser más equilibrado. Eran los perros del barrio.

“Oso” fue un gran perro fiel. Murió a corta edad. La Distemper se lo había llevado.

Años después Bummer quería volver a hacer sus marcas.

Un día me atacó cuando me aproximaba a su plato de comida. Tenía yo 15 años. Tomé la escoba y lo perseguí. No me detuve hasta escuchar llorar a Bummer. Desde ahí Bummer perdió todo control sobre mis temores. Él entendió que ya no podía hacerme daño. No fue fácil para mí hacerle entender a las malas.

Por ese entonces mi madre también hizo lo mismo contra los maltratos de mi padre. Un día no soportó y explotó.

Le hizo entender a mi padre que ella no era su cosa, su mascota, su chola.

Le arrojó el palo de escoba a mi padre quien nunca dejó de entender que las mujeres nunca deben ser maltratadas.

Mi madre consiguió el apoyo de sus hijos, quienes le dimos la razón.

Nos liberamos todos de un gobierno de miedo y tristeza.

Mi madre y nosotros y mi padre fuimos presas por muchos años de las ignorancias que nos metieron en la cabeza de pequeños. El despertar de esa etapa nos sirvió para crecer como familia, como seres humanos, ser felices.

Bummer seguía aún vivo, estando casi ciego. Todavía perseguía a los carros.

Me dejó una marca en la mano cuando intenté ayudarlo después de que un carro lo golpee en la pista. Yo observé como Bummer se revolcaba de dolor y en mi cabeza pasó por ayudarlo, estiré la mano para calmarlo pero éste en su inconciencia y desesperación no me reconoció y mordió mi mano. Horas después se apareció en la casa muy adolorido. Se salvó.

Mi mano estaba vendada. Me dio pena. Lo perdoné.

Un poco más viejo se enfrentó a Muchacho en una pelea en que tuvimos que sacarlo debajo de las patas del chusco. Mi perro ya estaba viejo, loco, casi ciego y caminando arrastrando una pata trasera.

Cuando se enfermó, creo que de gripe, nunca supimos que sería la última vez en que verlo nos daría pena.

Nunca supimos que estaba enfermo de muerte. Murió sufriendo en silencio. Lo enterramos en la parte delantera de la casa: “para que nos cuide”. Su nombre estuvo pintado en la pared de la fachada creo que por dos años.

Su recuerdo de vida la asocio a los recuerdos de familia porque estuve impreso en cada acontecimiento que pasaba en ella.

Conocía de cerca los movimientos de mi familia como los de mi perro.

Tuve los miedos por mi familia tan iguales como los que tenía por mi perro.

Crecí en medio de convulsiones tristes, espontaneidades, carencias, felicidad efímera pero felicidad al fin, que luego se volvió más constante.

Bummer me enseñaba a ser malo, traicionero, caprichoso y orgulloso. Nada de eso aprendí. Sin embargo, lo extrañé mucho.

Ya no recuerdo como se veía, solo la idea de sus características formas, así como los recuerdos de mi familia mientras él vivía

Ya no recuerdo como se veía… pero a veces me acuerdo de él, cuando miro atentamente al espejo.

Cuando duermes...